El Papa Francisco nos empieza a hablar de las virtudes espirituales. Nosotros optamos por tomar lo que el Papa enseña sobre la virtud del amor, para ir mostrando la grandeza del amor enriquecido por la fe, como camino seguro que lleva a las personas a su realización más plena.
“La altura espiritual de una persona está marcada por el amor, que es el criterio para la decisión definitiva sobre la valoración positiva o negativa de una vida humana” (92 FT). Sin embargo, hay creyentes que piensan que su grandeza está en la imposición de sus ideologías al resto, o en la defensa violenta de la verdad a que se adhiere, o en grandes demostraciones de fortaleza. Todos los creyentes necesitamos reconocer que lo primero es el amor, y lo que debemos comprender es que el amor que enseña Jesús es la donación de nuestro corazón a los demás. Leamos 1 Corintios 13, 1-13, porque San Pablo en su himno al amor, nos hace referencia precisamente a esta verdad.
Experimentar el amor como un regalo que Dios nos hace para poder brindar la atención afectiva que el otro necesita, provoca una búsqueda del bien, partiendo de un aprecio, de una valoración, que en definitiva es lo que abarca la caridad. Es una acción que brota de una unión que inclina más y más hacia el otro considerándolo valioso, digno, grato y bello. Totalmente diferente a lo que nos proponen los medios, ya que para ellos la dignidad permanece si la persona puede aportar utilidad a la sociedad. Pero el verdadero amor al otro por ser quien es, nos mueve a buscar las mejores opciones, para acompañar su búsqueda de lograr la mejor versión de sí mismo.
Para lograr lo que propone el Evangelio en Mateo 23, 8 “Todos ustedes son hermanos”, tenemos que aspirar a la comunión universal, porque nadie madura ni alcanza su plenitud aislándose, al contrario por su propia dinámica, el amor reclama una creciente comprensión de aquello que nosotros haríamos diferente, mayor capacidad de aceptar a otros, en una aventura de integrar todas las realidades periféricas y todos los excluidos, hacia un pleno sentido de pertenencia mutua.
Esta necesidad de ir más allá de los propios límites vale también para las distintas regiones y países con un número cada vez mayor de interdependencias y de comunicaciones que hace más cercana la conciencia de que todas las naciones comparten un destino común. Pero hay periferias que están cerca de nosotros, en la ciudad, o en la propia familia, y que nos hacen tomar conciencia de ampliar nuestro propio círculo, y de llegar a aquellos que espontáneamente no sentimos parte de nuestro mundo de intereses, aunque estén cerca de nosotros. Por otra parte, cada hermana y hermano que sufre, abandonado o es ignorado por mi sociedad es un forastero existencial, aunque haya nacido en el mismo país. Y este prójimo, nos reclama con un cierto rencor, por lo menos ser tenido en cuenta, si somos incapaces de reconocerlo como hermano.
Muchas personas con discapacidad sienten que existen sin pertenecer y sin participar, no solo hay que cuidarlos, sino darles la oportunidad de sentirse incluidos, para formar conciencias capaces de reconocer a cada individuo como una persona única e irrepetible.
En este contexto, yo el Padre Daniel, pienso en la única discriminación que permite la constitución que es la de idoneidad. Pero que nuestro mundo individualista a mal entendido este principio, y se pagan fortunas a los que trabajan en el arte, el deporte, el espectáculo, o la fama; y ante el suceso de la pandemia de covid 19 se hizo evidente que las personas antes mencionadas no realizan las tareas esenciales. Y que las personas que realizan las tareas que sostienen a nuestras comunidades funcionando, son otras, y estaban y siguen estado sub-valoradas y sub-remuneradas. Esperemos que este hecho tan doloroso nos sirva para rever el verdadero concepto de idoneidad y de amor fraternal, para las diferentes tareas, y que las perspectivas económicas y las remuneraciones alcancen la justicia social que nos permita lograr la fraternidad universal.
Los abrazo, Hermanos Todos en el Señor.
Colaboradores de la Pquia. San Cipriano, y Padre Daniel.