No importa quién gobierne ni el color político que pinte los despachos: en la Argentina, y especialmente en los municipios del interior, hay un fenómeno que se repite con persistencia. El reclamo hacia el Estado es constante, y muchas veces necesario. Pero lo que llama la atención no es la demanda en sí, sino desde dónde parte y hacia dónde apunta.
En los últimos meses, diversas expresiones políticas —algunas más cercanas al liberalismo, otras con una impronta vecinalista u opositora— han presentado notas, proyectos o comunicados señalando la falta de médicos en las guardias, la escasez de recursos en las escuelas, o la necesidad de reforzar áreas como seguridad, infraestructura o servicios sociales. En definitiva: piden más Estado.
Sin embargo, muchas de esas voces provienen de sectores que, en simultáneo, sostienen un discurso de achicamiento del aparato estatal, reducción del gasto público, eliminación de lo que consideran “intervencionismo innecesario” y hasta privatizaciones. Esa tensión entre lo que se dice y lo que se exige no es nueva, pero se hace cada vez más visible. Y sobre todo, más incómoda.
El Estado ideal: ¿pequeño pero omnipresente?
¿Es posible querer un Estado mínimo, pero que garantice servicios máximos? ¿Cómo se sostiene una guardia pediátrica de 24 horas sin médicos contratados por el Estado? ¿Quién construye una ruta, controla el tránsito, cuida una plaza o gestiona una escuela, si no es el Estado?
Pero incluso cuando hay voluntad de gestión, hay una pregunta básica que muchas veces se omite: ¿de dónde se supone que salen los fondos para cumplir con esos reclamos? En el caso de los municipios, el margen de acción es limitado. La recaudación local proviene, en su mayoría, de tasas municipales. Pero la inversión real en salud, educación, seguridad o infraestructura depende en gran parte de recursos provinciales y nacionales.
Hoy, el Estado nacional mantiene con la provincia de Buenos Aires una deuda impaga de 12 billones de pesos, lo que representa alrededor del 80% de la recaudación provincial. A esto se suma la falta de asistencia por parte del Ejecutivo nacional en áreas clave como seguridad, salud o respuesta ante catástrofes naturales. En resumen: los fondos que deberían llegar no llegan. Y no llegan porque se decidió que no lleguen.
En ese contexto, no hay magia posible. Los hospitales se vacían, las obras se frenan, los servicios se deterioran. Lo demás es relato.
Y en muchos casos, más que un debate sobre eficiencia estatal, lo que aparece es algo más profundo: una carga ideológica, o incluso un desprecio visceral hacia un sector o una clase social, que impide ver el problema con claridad. Cuando el rechazo a “lo público” se vuelve automático, se cae en el riesgo de desear que todo lo estatal fracase, aunque ese fracaso afecte a millones.
Evasión: otra contradicción que no se dice
También hay una contradicción extendida que rara vez se admite en voz alta: reclamamos más Estado, pero somos los primeros en evadirlo. Desde no emitir una factura, hasta cobrar el IVA sin declararlo, son prácticas cotidianas que perjudican directamente a las arcas públicas.
Ese impuesto que alguien decide no pagar o declarar, no termina en una escuela ni en una sala de salud, sino en un bolsillo particular. Así, mientras se exige más presencia estatal, se contribuye menos —o directamente nada— a sostenerlo.
El reclamo legítimo, la coherencia pendiente
Claro que los reclamos son legítimos. La demanda por una mejor salud pública, por servicios básicos o por políticas que acompañen a los sectores más golpeados es justa y muchas veces urgente. La crítica, entonces, no está en el reclamo, sino en la falta de coherencia entre el discurso ideológico y las expectativas prácticas.
Lo mismo puede aplicarse en sentido inverso: también es incoherente sostener un discurso estatalista mientras se gestiona con lógicas privatistas o se tercerizan servicios esenciales. La contradicción, en definitiva, no es patrimonio exclusivo de una ideología, sino parte de una cultura política generalizada.
¿Menos Estado o mejor Estado?
Quizás la discusión no pase tanto por el tamaño del Estado, sino por qué Estado queremos y para qué. Uno que esté presente donde importa, que sea transparente en su administración, eficaz en sus respuestas, y austero en su funcionamiento. Un Estado que no sea sinónimo de despilfarro ni de abandono, sino de equilibrio y servicio.
Mientras tanto, seguiremos viendo cómo los discursos chocan con la realidad, y cómo muchas veces se le exige al Estado aquello que, desde otros ámbitos, se trabaja por debilitar.